bannerTacámbaro - Balcón de Tierra Caliente

Tacámbaro - Historia - El Pueblo

  • Transcripción incompleta del capítulo intitulado con ese mismo nombre de la novela Desbandada, de José Rubén Romero.
Desde la enorme tribuna del Cerro de la Mesa, en donde los plátanos enarbolan sus trémulos banderines, Tacámbaro abre todos los gajos de su tierra de promisión. A la derecha, el monte de Caricho levanta su copa de sombrero chinaco, galoneada con la verde toquilla de los pinos; los senderos de Tecario y Chupio revuélvanse perezosamente en el polvo, sin temor al ajuate de los cañaverales, y la Alberca, como un azulejo primoroso, brilla entre las encinas centenarias que sirvieron de palio a los amores de Inchátiro y Tacamba. A la izquierda, en primer término, el Cerro Partido muestra sus dos flancos impúdicos, opulentos y fuertes como las posaderas de una mujer, y el Cerro de Machúparo y el de Caramécuaro y el Hueco y el de la Laguna, ciñen al pueblo con sus fértiles laderas, como niños cogidos de las manos que jugaran en torno suyo a María Blanca, defendiéndolo de un diablo invisible que quisiera forzar los pilares de oro y plata...

Encaramados en la loma dos o tres molinos de trigo abren sus blancas ventanas como palomares nostálgicos de una errante parvada de pichones, y una docena de trapiches se agazapan en los campos cercanos, con sus chimeneas humeantes que semejan puros gigantescos de fumadores ocultos entre los cafetos.

A los pies de la Mesa, arrancando desde la misma falda del cerro, las calles forman una roja escalinata que parece de ladrillo de jarro, y son tan pendientes y quebradas, que no pueden transitar por ellas ni las carretas quejumbrosas de mansos bueyes pensativos, únicos vehículos existentes en el pueblo, ni las bestias de carga que los arrieros no se atreven a enfilar por dichos vericuetos, temerosos de que sus tercios emprendan, cuesta abajo, una rápida e imprevista carrera de obstáculos.

Descendiendo por la calle del Patriota se llega a la plazuela del Santo Niño, cuyos viejos portales sirven de zoco a los indios de Patamba y Quiroga, impertérritos andarines que llegan a Tacámbaro con el huacal sobre los hombros henchido de cazuelas orejonas, de jarros de labios pellizcados y de ollas ventrudas como de perentorio embarazo. En el centro de la plazuela tres mangos brindan su apretada sombra sin que nadie se atreva a guarecerse bajo su espléndido follaje, por miedo de recibir en la cabeza una descalabradura. Las gentes pasan por allí más que de prisa, oyendo cómo zumban las piedras en el aire con ruido de hélices invisibles, y mirando cómo los chiquillos asaltan las ramas de los mangos y esconden la fruta, aun sin sazonar, en las blusillas desjaretadas. Con esta pedreas, los pobres indios que venden loza en los portales, viven sobresaltados, igual que reses paciendo en solar ajeno.

La calle de la Abeja desemboca en la Plaza de Armas, y es tan empinada que las gentes bajan por ella a trompicones, como si las vinieran persiguiendo. Al llegar a la plaza se abre un ancho abanico de luz ante los ojos asombrados, luz entrometida que se cuela por todas partes sin dejar un rincón olvidado; luz que, después de bruñir las plantas del jardín y biselar el agua de la fuente que se despedaza en trozos multiformes cuando las aguadoras zambullen el cántaro, colúmpiase alegremente en los árboles, se descuelga por los balcones del Juzgado y recorta con tijeras de plata la silueta de los pilares.

El portal de arriba es la lonja de los comercios más aristocráticos: mercerías, tiendas de ropa cuyos propietarios, españoles o franceses, a fuerza de vivir tantos años en Tacámbaro, ya lo estiman como a cosa propia y tienen sus piques con los vecinos de los pueblos cercanos por aquello de que sí Tacámbaro es más o es menos.

Por fuera de los comercios grandes tienden los barilleros sus múltiples baratijas: órganos de boca, anteojos ahumados, peines, navajas del arbolito, y con más paciencia que Job, a quien no se ocurrió esta meritoria disciplina, dan comienzo desde media tarde a la tarea de levantar los puestos, envolviendo, uno por uno, cada botón de su ancheta y acomodando cada matatena en el hueco que le corresponde.

(...)

En el portal de abajo está la botica de Brunito, en donde hacen su tertulia los liberales de hueso colorado que viven en el pueblo, amén de todos los pintos que vienen de Tierra Caliente para ver si Brunito les cura la jiricua con la manteca de iguana que él tan hábilmente adoba, recomienda y prepara.

En ese mismo portal ofrecen los jarcieros la fauna extravagante de sus mercancías: gruesas reatas que parecen culebras; pitas enroscadas que dan el aspecto de solitarias puestas en alcohol; bozalillos de crin, como cienpiés mortíferos, y las membranas transparentes de los más finos huangoches. Los cordeles colgados de las puertas parecen trenzas rubias, y los sudaderos de estopa quizá despierten la envidia de las recuas de carga, mustias y doloridas de carona. Como un pelotón de soldados, del cual no se vieran más que los pies, se alinean en el piso filas y filas de zapatos de becerro crudo, que los rancheros se prueban con gran esfuerzo, al aire libre, untándose jabón en los talones.

(...)

Complétase este lado de la plaza, con otro pequeño portal, viejo y ruinoso...

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Entre la plaza y la parroquia se agazapan los puestos del mercado, que semejan mulitas de Corpus desaparejadas y dispersas.

El portón gris del templo que sirvió de blanco a las culebrinas valonas, cuando Régules emuló gallardamente a Guzmán el Bueno, parece un abuelo achacoso, cacarizo y mutilado, que se obstina en contarnos sus recuerdos. Y en guardia, junto a la puerta mayor de la iglesia, dos árboles enlazan sus ramas igual que pareja de novios que corre a casarse: un sabino enhiesto que baja hasta allí de la sierra con su escolta de pinos y de cedros olorosos, y una parota de amplia y femenina catadura, iniciación perezosa y sensual de la zona tórrida.

Cerca de la parroquia está la cárcel, con sus puertas de gruesos barrotes ferrados que cuadriculan las caras amarillas y tristes de los reclusos.

La capilla del Hospital sirve de huatapera a los indios, y en este sitio, como en un congreso, dirimen sus cuestiones todos los naturales del pueblo, y se insultan con los más fuertes vocablos españoles. Pero para rezar y contarle a la Virgen sus cuitas, al són de la melancólica chirimía, emplean solamente el dulce tarasco nativo, con el zig-zag de su armoniosa fonética.

El panorama se completa con tres o cuatro barrios que han tomado sus nombres de comercios muy conocidos: La Bola Roja, La Palanca, El Marinero y La Campana.

La Bola Roja se enorgullecía con sus huertas de árboles compactos que se derrengaban al peso de la fruta, y que el tifus de la guerra peló sin compasión, con las tijeras del general Prado y Tapia, para que las guarniciones federales pudieran dormir al abrigo de un balazo de los rebeldes. Los árboles, ahora desprovistos de todo follaje, parecen cruces de un cementerio abandonado.

En el barrio de La Palanca abundan los mesones, esas típicas hospederías de pueblo que diríanse fundadas por Francisco de Asís, para hermanar al hombre con la bestia. (...)

El Marinero es barrio peligroso, mancillado por todos los vicios. Mujeres de la vida alegre viven allí su vida de tristezas, y hombres con fama de perdidos endulzan su existencia con amargo de sidra. (...)

Por el barrio de La Campana, suben las vacas lentamente, a esa hora en que el crepúsculo ilumina el paisaje con sus lápices de colores. (...)

Aquí quede Tacámbaro visto a vuelo de pájaro.

¡Sobre las rojas tejas que con la lluvia huelen a jarrito nuevo; sobre los campos moteados de azucena; sobre el divino espejo de la Alberca en donde los siglos peinan sus cabelleras grises; sobre los trapiches crueles que lo mismo chupan la sangre del peón que la miel de caña, se extiende este cielo maravilloso de Tacámbaro, como un cortinaje de zafiro; y por las noches tranquilas, claveteado de estrellas, parece un arnero infinito por donde se filtra la luz de otros mundos!...

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Producción y Textos:
Eduardo Dávalos H.